Saqueos II
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Cuando pienso en el terremoto del pasado 27 de febrero lo que primero viene a mi mente no es el temblor de la tierra bajo mis pies sino las imágenes de la televisión. Pareciera que la tele aglutinó y de algún modo construyó nuestra memoria de esta tragedia: el hombre con la bandera chilena en medio del descampado, los barcos encallados en las calles de Talcahuano y las casas destruidas en las costas de las islas Juan Fernández; todas imágenes que vivimos atónitos a través de las pantallas, que llevaron a cada uno de nuestros hogares el horror del sismo. Quedamos quizás sobreestimulados por una cantidad abrumadora de imágenes, sin tiempo de digerir –en la inmediatez de la desinformación– el desastre y sus consecuencias. De todo aquello que mostraba la TV uno de los incidentes que produjo más polémica, y que desató la ira de algunos y el oprobio de otros, fue la imagen de las multitudes lanzadas con desenfreno al saqueo y al pillaje de hipermercados y multitiendas. Famosa es la imagen de un tipo que con toda calma se llevaba un televisor plasma depositado cómodamente sobre un carrito de supermercado. Esta y otras escenas se me quedaron en la retina, pero también en mi cabeza que rumiaba lentamente –mucho más lentamente que lo que tarda en viajar la imagen de los medios– una pregunta que con el tiempo se volvió una cuestión que clamaba por una respuesta más reflexiva. La violencia en las calles de la VIII región y las imágenes de los militares defendiendo a punta de metralleta el stock de los supermercados me pareció escalofriante y valía la pena plantearse la interrogante: ¿qué produjo el saqueo? ¿En qué momentos o en qué sentido se puede justificar el saqueo y en qué otros es simplemente robo?
Como no atinaba a responder esta pregunta, porque no sabía cómo ni dónde empezar, recurrí a lo que tenía más a mano: internet. Con inocencia puse en el buscador web la palabra “saqueo” ¿y qué apareció? Nada más ni nada menos que el saqueo más famoso de la historia occidental: la caída del imperio romano de occidente bajo las hordas bárbaras de Alarico, rey de los visigodos. La historia de aquel famoso saqueo fue uno de los hitos que precipitó la caída del imperio romano y cuando en el año 410 los visigodos entraron en la ciudad de Roma cayó aquel mito de la “ciudad eterna” que había sido inexpugnable durante ochocientos años. Sorprende pensar que un grupo de bárbaros podía hacer caer así una civilización con siglos de trayectoria. ¿Es siempre así? –me dije- ¿la violenta barbarie puede hacer caer con facilidad el trabajo milenario de una cultura? Pero leyendo un poco más me di cuenta de que aquellos conceptos de civilizado y bárbaro eran más bien relativos. La llamada civilización y cultura romana se engrandeció a punta de conquistas y de un colonialismo que a través de onerosos tributos llenó las arcas del Imperio. Los bárbaros que invadieron Roma habían pertenecido alguna vez al ejército del Imperio y se rebelaron contra éste cansados del maltrato y de los fuertes tributos que la ciudad eterna impuso sobre su pueblo. Es así como el colonialismo produce de algún modo a sus propios bárbaros, cuya fuerza acaba por aplastar siglos de un imperio que se creyó invencible.
Pero me estaba desviando de mi tema principal, de mi curiosidad por la práctica del saqueo a través de la historia, y mis reflexiones sobre el colonialismo de Roma pronto me llevaron a recordar otro caso bastante popular de conquista y colonización: el de América. Si bien los historiadores no hablan de saqueo sino de “descubrimiento y conquista”, lo cierto es que basta leer los relatos de Cristóbal Colón y de la conquista de México para entender que esa llamada conquista no fue más que la persecución de un botín, la búsqueda y apropiación de las riquezas que ofrecía el “nuevo mundo”.
Los primeros relatos europeos que retrataron a América Latina la representaron como un botín que esperaba ser tomado. Esta visión se plasmó en las cartas y en el diario de viaje de Cristóbal Colón, quien desarrolló un tipo de conquista y apropiación de los territorios “descubiertos” basados en la destrucción y despoblación de las Antillas. El almirante genovés nunca supo que las tierras que estaba asolando no correspondían a las costas orientales del Asia. Influenciado por su lectura de los viajes de Marco Polo al oriente, Colón describió las tierras americanas con los ojos del comerciante, prestando especial atención a los productos que ofrecían las Antillas: especias como la pimienta, la canela o el azafrán, y sobre todo a los relatos indígenas acerca de la existencia de oro que guiaban las descripciones idílicas y los itinerarios marítimos del navegante genovés. Por esta razón no dejaba de anotar si los indios poseían o no tendencia al comercio, si era posible establecer rutas comerciales o construir puertos.
De este modo desde su “descubrimiento” mismo, Latinoamérica fue, para los ojos europeos, un espacio valorado sólo en la medida de lo que de él se podía obtener, ya fuera en mercancías valiosas de todo tipo, ya fuera en mano de obra esclava. Las coronas europeas de Holanda, España, Portugal e Inglaterra –entre otras- se transformaron en poderosos imperios echando al saco cuanta riqueza americana encontraron a lo largo de más de tres siglos. Los modelos de colonización que implicaron un poblamiento del espacio americano, inaugurados por Hernán Cortés en la conquista de México, vendrían después a consolidar una relación jerárquica, desigual y vergonzante en la que aún los latinoamericanos cargamos con la responsabilidad de abastecer de materias primas y mano de obra barata a los países neocolonizadores y subdesarrollantes del primer mundo.
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