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Crónicas y tradiciones de mujeres: la Quintrala o el horror a la mezcla



El que no es Lisperguer es mulato.


          Que las damas de nuestra capital pongan el grito en el cielo y los caballeros rajen sus honorables vestiduras cuando carabineros –un amigo siempre- apresa a un despistado transeúnte sólo por el hecho de ser negro; que nos sorprenda que al mismo actor que vestido de turista gringo zarandeaba su cámara en las narices de la policía verde se le abran las puertas de La Moneda, mientras se le cierran vestido de poncho y cinto mapuche; todas estas son cuestiones que ponen en evidencia hasta qué punto nos negamos a aceptar una de las características más arraigadas y despreciables de nuestra idiosincrasia: el profundo sentimiento de desprecio por las razas morenas, la pretensión de nuestra ascendiente “blanca y pura”, una mentira que Chile se ha contado a sí mismo y que anida como una rata secreta en nuestros corazones.
Basta a la reflexión un solo ejemplo.

          Muchas son las características que hacen de doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, la Quintrala, una figura emblemática, un ícono: fue una mujer presumiblemente hermosa, poseedora de gran riqueza, acusada de cometer diversos crímenes pasionales y reconocida por ejercer con bastante libertad -para un siglo XVII en el Reino de Chile- su derecho a cacha. Pero es el carácter mestizo de su identidad lo que la hace inaprensible. La Quintrala fue nieta de la Cacica de Talagante y en la mitología que en torno a ella tejieron mujeres y hombres de letras -tales como Magdalena Petit, Mercedes Valdivieso y Gustavo Frías, entre otros- esta herencia indígena cobra un sentido profundo.

          Si bien causaba recelo que Catalina fuera una rica encomendera, es decir, una mujer en posesión de grandes extensiones de tierra e indios para trabajarla, fue realmente el carácter mezclado de su estirpe lo que hizo de su figura un sujeto peligroso, ya que sus lealtades políticas no eran claras y puras como la de cualquier español de sangre limpia y sin mezcla. Así también eran turbias las inclinaciones de su corazón, y por las comarcas aledañas a su hacienda crecieron las murmuraciones sobre su talante bravo y fogoso, sus múltiples amoríos y su inclinación a la crueldad. Y no podía ser de otro modo en una colonia que aún no asentaba el dominio absoluto del territorio, en ese convulso siglo en el que la cotidianidad de la ciudad de Santiago y sus disposiciones sociales y afectivas seguían marcadas por el ritmo de la Guerra de Arauco, que parecía no querer cesar.


          La pulsión de muerte, la lascivia, la violencia y el descontrol que suelen acompañar los relatos de la vida de Catalina de los Ríos Lisperguer, se explican entonces a través de la impureza de su sangre: sangre española, sangre alemana, sangre india.
          Es pues, a través de los guiños de la vida de esta mujer, que podemos leer la fuerza de los discursos que han construido una visión históricamente marcada por la discriminación racial, sobre todo respecto a estos sujetos del Nuevo Mundo, novedosos en la calidad de su constitución identitaria, inclasificables pero nunca necesariamente ajenos. El mestizo interpela al blanco: es su hijo.